En medio de la oscuridad de la noche, se desató una pesadilla indescriptible. El cielo siniestro estaba cubierto por nubes negras como el alma de los caídos. Una lúgubre neblina se levantaba desde el suelo, anunciando el inminente ataque del batallón de los muertos vivientes.
Los aullidos mortales de las criaturas retumbaban en los oídos de quienes, sin saberlo, pronto se convertirían en presa de esta legión infernal. Sus cuerpos deambulaban con desesperación y malicia por las calles desiertas de un pueblo antes próspero y lleno de vida, ahora sumido en la agonía absoluta.
Los muertos, despojados de su humanidad, avanzaban en una danza macabra, arrastrando sus pies descompuestos y arrancando sus ropas desgastadas. Sus ojos, vacíos de vida, resplandecían con un brillo infernal, capaz de paralizar al más valiente de los corazones.
El aire se llenó de un hedor insoportable, una mezcla de carne podrida y tierra húmeda que se adentraba en los pulmones de las víctimas, asfixiando cualquier esperanza de escape. El sonido de las cadenas y los huesos crujiendo rompía el silencio de la noche, marcando el paso de la oscuridad hacia la perdición eterna.
El pueblo se convirtió en un campo de batalla desolador, donde los vivos luchaban y huían desesperadamente para salvar sus almas. La desesperación se apoderó de cada rincón, mientras el miedo se convertía en el aliado inseparable de los sobrevivientes, anidando en sus corazones y robándoles la fe en la humanidad.
Las calles se teñían de rojo oscuro con la sangre de los infortunados que no pudieron escapar de las garras sedientas de los cadáveres vivientes. Los sacrificios y los gritos desesperados perforaban los oídos de aquellos que aún resistían en la desolación.
Los tejados se convirtieron en refugios momentáneos para los pocos supervivientes que quedaban, mientras las criaturas acechaban cada esquina, cada rincón, listas para arrastrarlos al abismo de la muerte eterna.
La última esperanza se desvanecía en la penumbra, mientras los muertos vivientes avanzaban, sin descanso ni piedad, dejando a su paso solo cadáveres y llanto desgarrador. La noche se tiñó de un negro profundo, el sonido de las campanas fúnebres llenó el horizonte y la humanidad parecía sucumbir ante la fuerza arrolladora de los muertos resucitados.
En este campo de batalla eterno, el grito de auxilio de los sobrevivientes se perdía en la bruma del olvido. La vida se convertía en un recuerdo lejano mientras el batallón de los muertos vivientes reconquistaba su lugar en el mundo, sumiendo a la humanidad en un abismo de desesperación y maldición eterna.