El mercado caníbal
 
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El mercado caníbal

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El mercado caníbal ha sido la experiencia más terrorífica que he vivido. Soy un viajero que va por el mundo conociendo ciudades y lugares de interés. Pero, de acuerdo a mi experiencia, es en las provincias donde ocurre lo interesante. He visitado ruinas, tumbas y territorios inexplorados por los turistas comunes; persigo la adrenalina y el peligro, sin embargo, admito que no estaba preparado para aquello que vi en la localidad de San Bartolomé.

Cuando llegué al país, contacté en las redes sociales con gente para que me orientara. Quería experimentar emociones fuertes; internarme en lo incomprendido de la cultura de la región. Entablé comunicación con varios sujetos, uno logró captar mi entera atención: carecía de foto de perfil y apenas tenía publicaciones. En los mensajes era cauteloso, tardaba un par de minutos en contestar y cuando lo hacía, sus mensajes eran cortos y concisos. Me dijo que podía ayudarme, sin embargo, advirtió que una vez comenzado el tour, era imposible interrumpirlo.

El misterio me espantó el sueño y daba vueltas en la cama del hotel pensando qué demonios me esperaba al otro día. Me volqué a investigar en plena madrugada, a pesar de mis esfuerzos, erré en hallar siquiera una pista.

Según las instrucciones de mi contacto, tenía que ir a cierto punto en una carretera rural y esperar. A partir de ahí, él llegaría en el momento propicio. Después de un par de horas bajo el sol, y de examinar el mismo aburrido paisaje, apareció una vieja furgoneta. Tenía óxido por todos lados y salía bastante humo de su escape. El conductor era un hombre de unos treinta años, con la mano me hizo señas para que abordara y obedecí.

Condujo por la carretera por unos treinta minutos o más y nos adentramos en la rústica región de San Bartolomé. Al acercamos a una pequeña comunidad de casitas regadas por el campo, giró en una terracería y atravesamos un camino oculto por matorrales y sembradíos. En un instante, sacó una mochila y exhibió un par de máscaras. Me preguntó qué animal me gustaba más; el lobo o el marrano: elegí el lobo.

Mi contacto me comentó que la máscara sería mi rostro real, bajo ningún motivo podía retirármela de la cabeza. Si lo hacía, corría riesgos fatales… Llegamos a una enorme bodega rodeada por toda clase de automóviles, la zona estaba apartada de cualquier rastro de civilización. Mi guía buscó donde estacionarse, apagó la furgoneta y me comunicó que mi dinero tenía que ser canjeado. Tan extraño pedido fue acompañado por una breve caminata, nos acercamos hasta un puesto de vigilancia donde aguardaba un obeso personaje con una máscara de carnero.

Mi compañero le acercó quinientos dólares, el hombre de la máscara de carnero nos devolvió un fajo de tickets. Al examinarlos, noté que cada papelito equivalía a cien gramos de peso. Intrigado pregunté sobre el asunto; de pie frente a un par de puertas de lámina, mi guía respondió:

«Bienvenido al mercado caníbal».

Tras un rítmico toqueteo sobre la lámina, aparecieron un par de personajes que tenían cubiertas sus identidades por un par máscaras de gorila. Mi guía intercambió contraseñas con la pareja de vigilantes y nos permitieron ingresar.

Grande impresión tuve al mirar largos pasillos bien iluminados; la bodega estaba abarrotada por un zoológico de personajes enmascarados que se rejuntaban en los distintos puntos y ordenaban con cierta desesperación la mercancía. Sentí un jaloneo, mi guía quería llevarme al pasillo delante de nosotros.

Puesto tras puesto colgaban de cabeza hombres y mujeres atravesados por los tobillos, se escurría la sangre desde sus rasuradas cabezas. Costillas, muslos, piernas y chamorros se amontonaban al frente de las tiendas. La carnicería humana me revolvió el estómago, aguanté la náusea y me esforcé por acostumbrarme al olor. Multitudes enmascaradas canjeaban los tickets por carne humana. Los carniceros cortaban, mutilaban y pesaban el producto en las básculas.

A mitad del pasillo, nos introdujimos en la zona de vísceras. Ojos, riñones, hígados y corazones adornaban los refrigeradores. Los charcos de sangre eran constantemente trapeados; los cabellos sueltos flotaban por entre el aire. Impresionado por el trato inhumano, entendí el sentido y razón de las máscaras: la misma cortesía que el hombre daba al animal obtenía una siniestra retribución en el mercado caníbal.

Llegamos a un lugar atestado con anafres encendidos; los carbones tronaban al rojo vivo, mientras el humo era tragado por un enorme ventilador que extraía el olor chamuscado y lo escupía a los cielos. Me percaté que las máscaras tenían un mecanismo para permitir al usuario degustar comida sin tener que removérsela de la cabeza. Los demás asaban y preparaban cortes, los acompañaban con pan y variadas bebidas: cerveza, vino, refresco y agua de sabor. Las salsas eran como sangre escurriéndose por el trozo requemado de piel. Las costillitas remojadas en jarabe para barbacoa acentuaban la brutal y despiadada escena.

Mi guía se detuvo y en uno de los puestos compró tripas y chorizos, entonces se acercó a un brasero y las cocinó. Creí que mi corazón se saldría de mi pecho, cuando el desalmado me acercó un trozo y me incitó a probar a mis semejantes. Quise negarme, él insistió y tras su máscara de marrano me alertaron sus ojos: pues si no probaba aquello, sospecharían los otros comensales y clientes. Habíamos pasado de largo sin comprar nada, intuí que debía comer para disipar cualquier rastro de duda.

Aquella tarde en San Bartolomé, me uní al gremio caníbal y comí con ellos carne humana.

Mezclé el sabor de la tripa con mis lágrimas saladas, perforaba la carne usando mis muelas; experimenté y probé el tabú más controversial de todos. Comí hasta que fue sensato, tras reposar la comida e intercambiar puntos de vista sobre los sabores y texturas, continuamos con el trayecto.

Incapaz de mirar a los ojos a los carniceros, caminé cabizbajo el pasillo siguiente. Llegamos a una sección donde se confeccionaba todo tipo de artículos a partir del ser humano. Jabones, pelucas y libretas forradas con cuero… Collares de uñas y dientes, marcos y muebles fabricados a partir de huesos; la variedad era abismal, tan atroz visión nubló mis ojos y lloré detrás de la mirada de lobo. Me mordí los labios, palpé la sangre deslizarse dentro de mi boca, sufrí como nunca lo había hecho.

Quería terminar y suspender la visita, entonces recordé las palabras de mi guía: saltarse el recorrido estaba prohibido; aguantar era la única opción. Continué y renuncié a conservar las últimas trazas de inocencia con la que había llegado a la provincia. Al salir de ese lugar, sería con seguridad otro hombre, uno distinto y roto; quebrado desde la fundación de mi propio ser.

Cercano al final del recorrido, alcanzamos un sitio donde burbujeaban grandes ollas al fuego vivo. El olor se inmiscuía perverso bajo mis narices, de forma torpe creí que aquello sería más de lo mismo: probablemente eran sopas y caldos preparados a partir del producto descrito al principio, sin embargo, de nuevo fui tomado por sorpresa por el implacable mercado caníbal.

La zona era distinta y limpia. La gente que esperaba alrededor halagaba los guisos con gran emoción. Mi guía se detuvo frente a mí, intercambió palabras con los cocineros y, tras recibir un animoso soborno, nos pidieron que los siguiéramos…

Llegamos a una habitación repleta de bultitos arropados en tela que se movían dentro de sus contenedores; me costaba trabajo vislumbrarlos a culpa de las penumbras. Cuando el cocinero encendió la luz, un llanto al unísono hizo trizas cualquier rastro de esperanza que le tuviera a la humanidad.

Pequeñitos de distintas edades, todos con los ojos vendados y los miembros amarrados, se lamentaban de su atroz infortunio. El cocinero tomó a uno de la pierna, lo sacó desde una especie de cunero, lo azotó y comenzó a cortar tejidos, órganos y huesos para preparar las sopas y caldos con su tierna y suave carne.

Créditos: Relaterror

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