Érase una vez, en un pequeño y aislado pueblo rodeado de densos bosques, existía una oscura leyenda que susurraba a cualquiera que quisiera escucharla. Debajo del velo de la noche, se decía que los niños podían desaparecer misteriosamente, convirtiéndose en víctimas de la noche misma.
En este misterioso pueblo vivían tres hermanos llamados Miguel, Sofía y Elena. Habían oído a los lugareños susurrar sobre la leyenda, pero nunca la creyeron realmente. Sin embargo, una fatídica noche, después de que sus padres se durmieran, los niños decidieron embarcarse en una emocionante aventura para descubrir la verdad detrás de la historia.
Cuando la luna alcanzó su cenit, arrojando un pálido resplandor sobre la aldea, los hermanos salieron sigilosamente de su casa y se aventuraron en lo escalofriante y desconocido. Armados de curiosidad y valentía, navegaron a través del inquietante silencio de la noche, guiados por una linterna parpadeante.
El camino los llevó al corazón del denso y antiguo bosque. Los susurros parecían resonar entre los árboles, provocando escalofríos por sus espinas. De repente, la linterna parpadeó, proyectando sombras siniestras que jugaron con la imaginación de los niños. El miedo empezó a apoderarse de sus corazones, pero su determinación los empujó hacia adelante.
Llegaron a un claro donde se alzaba siniestramente un viejo y decrépito edificio. Sus ventanas rotas y sus paredes derrumbadas parecían emanar una energía malévola. En contra de su mejor juicio, los hermanos sintieron una necesidad irresistible de entrar en este lugar abandonado. En el momento en que cruzaron el umbral, una pizca de aire frío llenó la habitación, helándolos hasta los huesos.
En la oscuridad, los niños tropezaron con un libro antiguo. Sus páginas estaban gastadas y quebradizas y contenían hechizos y encantamientos que prometían revelar los secretos de la noche. Cuando sus dedos tocaron el libro, una voz inquietante resonó en la habitación, recitando un encantamiento que despertó un mal olvidado hace mucho tiempo.
De repente, la habitación se llenó de apariciones fantasmales de los niños perdidos, prueba de que la leyenda no era sólo un mero cuento. Los espíritus susurraron con voces espeluznantes, advirtiendo a los hermanos de su inminente perdición. Sin que ellos lo supieran, habían desatado una fuerza siniestra que ansiaba sus almas.
El pánico se apoderó de los niños mientras buscaban desesperadamente una salida, pero cada salida parecía desaparecer ante sus ojos. La oscuridad los envolvió, sofocando sus esperanzas y sueños. En su momento más terrible, recordaron un pasaje del libro que prometía una forma de desterrar el mal de nuevo a las sombras.
Con manos temblorosas, se abrazaron el uno al otro, recitando las antiguas palabras que habían despertado a la entidad malévola. La sala retumbó violentamente, como protestando por su inminente derrota. De repente, una luz cegadora llenó la habitación, desterrando la oscuridad, y los espíritus se disiparon en el aire.
Mientras los niños parpadeaban para borrar los restos del encuentro sobrenatural, se encontraron de regreso en la seguridad de su propio hogar. Se dieron cuenta de que habían escapado por poco de un destino horrible. A partir de ese día, los hermanos prometieron apreciar la luz y nunca volver a aventurarse en la oscuridad desconocida.
La leyenda de los niños que desaparecían en la noche permaneció en sus recuerdos, sirviendo como un recordatorio de los terrores que pueden sobrevenir cuando la curiosidad los lleva por un camino traicionero. Y así vivieron el resto de sus vidas, con la historia de su misteriosa aventura guardada a salvo en sus corazones, una historia susurrada cautelosamente por los padres a sus propios hijos, acompañada de la advertencia: "Cuidado con la oscuridad, hija mía".