La institutriz
 
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La institutriz

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La niña era rebelde, maleducada y engreída.

Tenía sus motivos para serlo, como más tarde descubriremos.

Vivía con su padre en una gran mansión, en la que no faltaba de nada. Su progenitor procuraba concederle todos los caprichos y que no le faltase de nada, pero como suele ocurrir en estos casos, cuanto más le daba, ella menos apreciaba lo que le ofrecía, e incluso comenzó a perderle el respeto. En el colegio iba fatal y muchos días ni tan siquiera acudía a clase, quedándose a dormir hasta casi el mediodía.

—¡Arriba, niña!

Eran las doce de la mañana cuando alguien comenzó a descorrer las cortinas, permitiendo que la intensa luz del exterior penetrase en el cuarto de la pequeña.

Susan se incorporó y vio que se trataba de una desconocida, vestida completamente de negro. Llevaba en el pecho un camafeo con su foto y a la niña le pareció recién salida de un cuento de madrastras malosas o de un dibujo animado tipo Heidi.

—¿Quién eres tú? —preguntó con malos modos, entrecerrando los ojos para que no le molestara la intensa luz procedente del exterior.

—La nueva institutriz.

—¿Qué?

—Ya lo has oído. A partir de hoy se acabaron los malos modos y las groserías. Vengo a convertirte en una niña bien educada y no me iré hasta que lo consiga. Te levantarás la primera, te harás la cama y llamarás a la gente mayor de usted.

—¡Y un cuerno!

Volvió a acostarse y se tapó la cabeza con la manta. Si aquel cuervo de mujer creía que iba a poder con ella lo tenía claro.

—¡Vete y cierra la puerta! —gritó, aunque la voz salió atenuada por la ropa de cama.

Creía haberse salido con la suya, ya que no volvió a hablarle cuando notó que algo se movía junto a sus piernas. Se trataba de algo viscoso que la obligó a salir de la cama a toda prisa. Una vez fuera comprobó que cientos de gusanos se retorcían asquerosamente.

La dama de negro sonreía débilmente y supo que era cosa de ella.

—¿Quién…quién eres?

—Ya te lo he dicho: tú institutriz.

—¡Pues no te quiero aquí! Hablaré con papá para que te eche.

—Tu padre está de acuerdo en que te meta en vereda. Vístete y baja a desayunar. Tienes que ir al colegio.

—De eso nada. Pienso dormir hasta que me plazca y luego ya veremos —pensó en los gusanos de la cama y su ímpetu descendió ligeramente—. Aún no sé cómo has hecho el truco de los gusanos, pero seguro que has aprovechado para meterlos en la cama mientras dormía. Eres una vieja estúpida si crees que vas a asustarme con esa idiotez.

La institutriz asintió y su expresión adquirió la dureza del metal forjado en las minas de Moria.

—Veo que no piensas abandonar ese lenguaje barriobajero y hablar con respeto y educación. Tendré que lavarte la boca con jabón.

—Atrévete y… —no pudo seguir hablando porque de su boca salió un espumarajo—¿Cómo lo has hecho? —preguntó asustada. Ya no parecía tan engreída y segura como unos instantes atrás.

¿Y si aquella mujer vestida de negro era una bruja?

Nunca había creído en seres sobrenaturales, pero es que nunca había expulsado espuma jabonosa por la boca.
Tenía que hablar con su padre.

Fue en dirección a la puerta y tiró de la manivela para abrirla, pero tuvo que soltarla, porque quemaba.

—¡Me he quemado, maldita sea! —se quejó.

—¿Esa fue la educación que te dio tu madre?

—¡No hable de mi madre! —los malos modales seguían, porque años de abandono educativo no pueden olvidarse en cinco minutos, pero al menos ya la trataba de usted, y es que no hay nada como un par de hechos inexplicables para que la gente comience a tenerte el respeto que exiges —. Me abandonó y no merece que la recuerde. Mi vida ha sido muy dura y debo agradecérselo a ella.

—¿Eso crees? —la institutriz parecía muy ofendida ante el hecho de que aquella niñita mal criada se quejara de soportar una vida muy dura —. Tal vez cambies de opinión cuando veas esto.

Movió las manos formando círculos concéntricos y algo cambió en el entorno.

—¡Me cago en tu padre, si es que alguna vez lo he conocido!

Una mujerona de aspecto descuidado y expresión torva había sustituido a la mujer de negro.
La habitación había cambiado y todo estaba viejo y sucio, nada que ver con las cortinas de encaje y muebles carísimos que tenía ella en su cuarto.

—¡Vete a buscar agua al pozo y no te retrases o te mataré a palos!

—Yo de ti le haría caso. Mi madre no era mujer contemplativa y tampoco amenazaba en vano.

Susan sufrió un sobresalto, pues conmocionada como estaba con el radical cambio, había olvidado por completo a la institutriz.

Cogió el cubo vacío y salió de la habitación, sin tener claro a dónde iba.

Fuera le aguardaba un mundo igual de sórdido y desconocido. La basura se amontonaba por todas partes y olía a excrementos y materia orgánica quemada.

¿Qué está pasando? —se preguntó la pequeña, sintiendo unas terribles ganas de llorar— ¡Ya lo sé! Tengo una pesadilla de la que no tardaré en despertar.

Pero la buena cuestión es que sueño o realidad, allí hacía mucho frío, nada que ver tampoco con su caldeada habitación.

Por el camino hasta el pozo descubrió un puñado de miserias, a cada cual peor: niños de su edad medio desnudos, con los mocos colgando, perros famélicos que le enseñaban los dientes, ancianas encorvadas que no le enseñaban nada, porque hacía tiempo que habían perdido la dentadura y en general un mundo cruel y despiadado, desconocido para ella.

Encontró el pozo, hizo cola, tuvo que soportar que un asqueroso le tocara el culo sin el menor pudor y disimulo, y regresó a casa lo más rápido que pudo.

—¿De dónde vienes? —le preguntó esa mujer que decía ser su madre y ella se encogió involuntariamente cuando vio que llevaba en la mano una correa.

—Había mucha gente en el pozo, madre —respondió temblorosa.

—¡Mientes! —le pegó el primer correazo—. Tengo tres hijas y todas me han salido putas. Y los chicos unos borrachos pendencieros. Seguro que te has estado besuqueando con ese desgraciado de Tim.

—No, madre, le aseguro que…

—¡Puta y mentirosa! —le cayeron encima otro par de correazos—. Echa el agua en la perola y pela las patatas.

Obedeció con rapidez y comenzó a pelar los tubérculos.

—¿La señorita cree que somos ricos? —allí tenía otra vez a esa fiera de mujer—. Pela mejor las patatas y no desperdicies tanta cantidad o lo que falte en la comida saldrá de tu ración, y ya sabes que suele ser escasa.

No dijo más y se marchó, dejándola sola.

—¡Quiero volver a casa! —gritó entre sollozos y añadió en tono mucho más humilde: — Por favor…

Nadie respondió y ella insistió en la llamada a la institutriz:

—¿Señora?

—¡Es la primera vez que me llaman señora!

En lugar de la institutriz apareció una chica joven, con inequívoca actitud de trabajar en la calle.
A ella se sumaron otras dos jóvenes, un hombre cuarentón que parecía haber dejado atrás los setenta años y dos chiquillos de aspecto descarado.

—¿Cómo ha ido el día, Toby? —preguntó el hombre, con toda probabilidad el padre de toda aquella plebe.

—Bien, pa. Una cartera y dos relojes.

El pequeño truhan sacó del bolsillo los objetos robados y se los dio.

—Buenos chicos…

Les palmeó la espalda a los dos pequeños y guardó los trofeos en su chaqueta.

—¿Quién va a ir hoy a la cárcel a visitar a Jimmy? —preguntó la madre, apareciendo con una gran fuente con las patatas que Susan había pelado.

—Yo no puedo —aseguró otra de las chicas y uno a uno se fueron desmarcando.

—¡Cómo siempre, me tocará a mí! —se quejó la mujerona—. Me acompañarás tú, Berenice.

Acababa de descubrir cómo se llamaba la institutriz, pues ya no albergaba la menor duda de que estaba viviendo en sus carnes la niñez de la mujer vestida de negro (ahora ya tenía claro que era una bruja).

—Muy bien, madre.

—¿Qué le pasa a esta cría? —le preguntó a su marido —. No parece la misma. Ayer me habría mandado a la mierda y hubiese tenido que darle su ración habitual de correa y hoy habla como una de esas niñas repipis de la orilla derecha.

—¿Has mirao si tiene fiebre?

Lo dejaron estar, pues en realidad a ninguno le importaba mucho y madre e hija adoptiva se desplazaron hasta la prisión estatal.

Al pasar frente a un quiosco de prensa, la niña comprobó que estaban en 1932, sesenta años antes de su época.

No es posible. La institutriz no puede tener más de cuarenta años…

Aún le acostaba asimilar que todo aquello que estaba viviendo era sobrenatural y no tenía explicación lógica.

La visita fue cualquier cosa menos agradable. Los presos se acinaban en un espacio muy reducido y muchos estaban enfermos.

—Allí cogí la poliomielitis.

Susan parpadeó confundida al oír que la institutriz le hablaba.

Estaba nuevamente en su cuarto, o tal vez nunca había salido de allí.

—Enfermé gravemente y me quedé coja, porque una pierna creció más que la otra.

—Lo siento…

—¿Sigues pensando que tu vida es dura?

—No…Pero con respecto a mi madre no me va a convencer. Se marchó y nunca le perdonaré que me dejara sola cuando más la necesitaba.

La niña seguía en sus trece.

—Continúas sin entenderlo. Ven.

La habitación desapareció por segunda vez y Susan se vio frente a una lápida.

Aquí yace mi amada esposa, muerta al crear una vida.

—¿Quién es?

—¿De verdad no lo sabes?

Entonces comprendió la terrible realidad.

Cayó de rodillas y se abrazó a la lápida.

—¡No lo sabía! —sollozó la pequeña.

—¿Susan?

Alguien a su espalda pronunció su nombre.

—¡Papá! —se incorporó y fue a abrazarse con él.

En la mano llevaba un ramo de flores.

—¿Qué haces aquí?

—Me ha traído Berenice.

—¿Quién?

—La institutriz que contrataste para hacerme entrar en vereda.

Al hombre se le vio confundido.

—Lo siento, pero yo no he contratado a nadie—la miró muy preocupado—¿Estás bien, hija?

—Sí, aunque no entiendo porque no me dijiste que mamá había muerto.

—¡Pues claro que lo hice, pero no quisiste admitir la verdad! Tu madre murió al dar a luz a tu hermano y te empeñaste en asegurar que te había abandonado. Supongo que eso es menos duro que aceptar que nunca volverías a verla. A partir de entonces te negaste a llevar una vida normal, volviéndote rebelde y maleducada. Odiabas a todo el mundo y nada te parecía bien.

Depositó las flores en la tumba de la difunta, y agarrados de la mano se dirigieron juntos a la salida del cementerio.

—¿Crees que estoy loca?

—¡Claro que no!

Se detuvo y la abrazó con fuerza.

—Pero mi mente ha inventado a esa institutriz que jamás ha existido.

—Eso no quiere decir que estés loca, hija. La mente humana es muy compleja y tiene poderosos mecanismos de autodefensa. Ha ideado una forma de ayudarte a salir del trauma que provocó la muerte de mamá y esa es la única interpretación de los hechos que existe. No te preocupes más.

La explicación de su padre la tranquilizó, pero cuando deshizo el abrazo y miró la tumba que tenía delante, toda esa tranquilidad desapareció y ya no le quedó claro sí estaba loca como había creído o era víctima de un suceso sobrenatural que escapaba a su comprensión.

Aquí yace Berenice Sullivan, muerta de poliomielitis a los diez años.

JOAQUÍN DOÑA 2021

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