Cuando tenía 37 años, fui a la reunión de mi escuela secundaria. Volé al aeropuerto más cercano y alquilé un coche. La distancia era de unas 35 millas a través de una parte del país muy rural y casi abandonada. Aproximadamente a tres millas de la ciudad, veo a alguien al costado de la carretera, señalándome.
Resultó que era uno de los chicos con los que había ido a la escuela. Jim (no es su nombre) se sube al auto y comenzamos a hablar. No lo había visto en veinte años, pero todavía se veía igual, tal vez un poco mayor.
Llegamos al pueblo y le pregunto si quiere venir al VFW y tomar algo. Él dice: “No, solo llévame a casa”. Los padres de Jim habían vivido a solo unas cuadras de la casa de mi abuela, y di vuelta en esa dirección, pero él dijo que lo llevara a las afueras de la ciudad. Había un parque de casas móviles por ahí, y supuse que era allí donde vivía.
Cuando llegamos al final del desvío, dijo: “Déjame aquí. Fue bueno verte de nuevo” y se aleja hacia la noche.
Voy al VFW, conocí a algunos de mis viejos compañeros, comenzamos a hablar.
Mientras hablamos sobre quién asistirá a la reunión, menciono que acababa de recoger a Jim a cinco kilómetros al este de la ciudad y lo dejé. Todos se callan; incluso el chico que canta en el karaoke se detiene y deja el micrófono. Mi prima se pone blanca como una camiseta nueva.
“Barb, Jim murió en esa curva hace ocho años. Rodó su auto. Estábamos todos en su funeral“, me dijeron. Empecé a sentirme realmente mareado y salí al coche para respirar profundamente. Allí, en el asiento, está el periódico local, impreso ocho años antes, que contiene el obituario de Jim. Todavía tengo el papel.
