Balas de plata
 
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Balas de plata

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Después de vivir durante varios años como explorador y trampero en las salvajes Montañas Castkills, el joven Daniel Hunter volvió a su Nueva Inglaterra natal, con la intención de tomar un barco que lo llevara a Europa. Pero antes quiso pasar por la granja de un viejo amigo, el capitán Reynolds, para despedirse de él y de su familia (especialmente de su hija Anna, a la cual Daniel había amado durante su adolescencia y cuyo recuerdo todavía hechizaba sus sueños).

Mientras cabalgaba hacia la granja de los Reynolds se encontró con unos hombres armados, que se presentaron como detectives de la Agencia Pinkerton y le dijeron que debía acompañarlos sin oponer resistencia. Al oír eso Daniel frunció el ceño y les preguntó:

-¿Puedo saber de qué se me acusa?

-Si de verdad quiere saberlo, será mejor que nos acompañe… por las buenas o por las malas.

Convencido de que se trataba de un error, Daniel les entregó sus armas a los hombres de Pinkerton y se dejó llevar por ellos a un bosque cercano.

Una vez allí, sus captores le ordenaron desmontar del caballo y lo ataron al tronco de un árbol. Luego arrojaron a una sima las balas de plata que le habían arrebatado.

Daniel, sorprendido, se dirigió al jefe del grupo:

-¿Por qué han tirado mis balas? ¿Y por qué me han traído aquí, en vez de entregarme a las autoridades?

-Simplemente cumplimos órdenes, señor Hunter. Creo que no lo ha entendido bien: nosotros no trabajamos para la ley, sino para quien nos paga. Cierta dama nos ha ofrecido una buena cantidad de dinero por traerlo aquí. Por razones ajenas a nuestro conocimiento, dicha dama parece sentir una profunda aversión hacia los objetos hechos de plata, especialmente si estos son letales en potencia.

-Supongo que al menos podré ver a esa dama.

-Sin duda, señor Hunter. Pasará por aquí dentro de poco, aproximadamente cuando se ponga el sol.

-Creo que empiezo a entender. ¿Y ustedes estarán aquí cuando llegue?

-No. Nuestra misión ha terminado. Buena suerte, señor Hunter. Creo que la necesitará.

Los agentes de Pinkerton abandonaron a Daniel, pero este no permaneció solo mucho tiempo, pues al anochecer hizo su aparición un carruaje tirado por varios caballos negros. El vehículo se detuvo y de él bajó una hermosa dama, cuya piel pálida contrastaba con la fúnebre oscuridad de sus ropas. Aquella mujer despidió al cochero con un gesto y se acercó a Daniel, quien no pudo contener un estremecimiento al reconocer el frío rostro que tantas veces lo había atormentado en sus pesadillas. A pesar de todo, aún conservaba suficiente ánimo para hablar con serenidad:

-Buenas noches, condesa Carmilla. Aunque es un dicho común que la mala hierba nunca muere, me sorprende verla con vida.

-Alguien me clavó una estaca en el corazón, querido Daniel, pero pude revivir aquella misma noche, tras desangrar a un necio que pretendía violar mi cadáver. Por eso dejé mi Austria natal para establecerme en América. Aquí casi nadie sabe cómo matar definitivamente a un vampiro, aunque tú eres una excepción en ese aspecto. Supe que estabas comprando balas de plata, como las que utilizan los cazadores de vampiros. Pero eso no importa, porque vas a morir esta misma noche.

Dicho esto, Carmilla se acercó al indefenso Daniel con estudiada lentitud, pero entonces se oyó un disparo y una bala alcanzó a la mujer vampiro. La fuerza del impacto hizo que esta perdiera el equilibrio y se despeñara por la sima cercana. Ni el disparo ni la caída podían matarla, pero cuando llegó al fondo se le incrustaron en el cuerpo las balas de plata que habían arrojado allí los hombres de Pinkerton. El cadáver de Carmilla se quedó para siempre en las profundidades de aquel profundo agujero, adonde nadie bajaría nunca para devolverle la vida.

Balas de plata

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Mientras tanto, en la superficie apareció la persona que había disparado. Aunque iba vestida y armada como un hombre, se trataba de una hermosa adolescente. Daniel le dijo nada más verla:

-¡Anna! ¿De verdad eres tú? ¿O estoy soñando contigo una vez más?

Anna Reynolds sonrió y le dijo a su amigo mientras lo desataba:

-Esto no es un sueño, Dan, pero sí un milagro. La verdad es que estoy aquí por pura casualidad. Esta tarde un cuervo se llevó el mejor chal de mi madre y luego vimos cómo lo dejaba caer en medio del bosque. Mamá me pidió que fuera a buscarlo y, como ya era casi de noche, tomé un rifle por si había lobos.

Al oír esto fue Dan quien sonrió:

-Lo cierto es que no estás aquí por casualidad.

Anna no comprendió las palabras de Daniel y este no quiso explicarle que conocía a aquel viejo cuervo, el cual ya le había salvado la vida en otra ocasión.

Dan pasó aquella noche en la casa de los Reynolds, pero al día siguiente le pidió al capitán que le prestara un caballo para viajar a la ciudad. Mientras ensillaba al animal, Anna se acercó a él y le dijo:

-¿Te vas para siempre, Dan?

Él le dijo con voz triste:

-Así es. Quiero irme a Europa y convertirme en un gran cazador de vampiros. Aprendí algo de holandés tratando con los montañeses de las Catskills, así que me estableceré en los Países Bajos y adoptaré un nuevo nombre. Puede que nunca más volvamos a vernos, pero sabrás que sigo vivo si algún día oyes hablar de alguien llamado Abraham Van Helsing.

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