Ana de un momento a otro tomó una afición que a muchos les parecía extraña, pues ella visitaba casi a diario el cementerio para buscar, las lapidas más tétricas y marcarlas en una hoja de papel con ayuda de una tiza.
Después volvía a casa y agregaba algunas marcas propias de su arte.
A quien mas le molestaba esta práctica era a su hermano menor, quien la llamaba bruja por, esa fascinación con los muertos, a los que ella no les temia, pues se internaba en el panteón sin importar que la noche hubiera caído ya, de hecho, era su hora favorita, porque en ese momento, “todo estaba tranquilo”.
El joven a veces la seguía con la intensión de asustarla, pero al final ni siquiera se atrevía a poner un pie dentro del campo santo.
Solo veía la silueta de su hermana perderse entre las viejas lapidas y reflejos fantasmales.
Deseando que volviera bien.
Una vez quiso acusarla con su madre, pero esta estaba siempre distraída y poca atención le ponía al chico y el padre…ausente. Parecía que solo eran él y Ana.
En cierta ocasión el se enojo porque Ana lo ignoró, y aprovechando que ella había salido, fue a su habitación con la firme intención de romper las copias de las lapidas, pero entre las imágenes, se encontró con una que lo hizo temblar…pues decía:
“Andrés, amado hermano e hijo“, y tenía un dibujo que él realizó, además de la fecha de su nacimiento, y otra reciente.
Andrés recordó su accidente, sufrido meses atrás. Y fue corriendo hasta el cementerio, esta vez con un miedo diferente, y ahí sobre su tumba, al lado de Ana, se hecho de rodillas a llorar, mientras la tierra lo tragaba, devolviéndolo a su última morada.
