Cuando Daniel Hunter regresó, muchos años después, a la casa donde había transcurrido su infancia, encontró el diario secreto de su madre y, entre las páginas de este, una vieja carta dirigida a él mismo.
El texto rezaba así:
“Querido Daniel, si estás leyendo esta carta supongo que tu madre ha muerto y que tú ya eres un hombre adulto, con suficiente temple para conocer toda la verdad sobre tu origen.
Debes saber que yo soy Hecateo, el vampiro, y que llevo miles de años recorriendo el mundo, sin otro objetivo que vengarme de Lagina, la hechicera inmortal que destrozó mi vida cuando yo aún era humano. A lo largo de mi existencia he olvidado muchas cosas, pero dos rostros permanecen grabados de forma indeleble en mi memoria. Uno de ellos pertenece a la mujer que odio y el otro a la mujer que más he amado nunca: Mary Hunter, tu madre.
Corría el año 1837 cuando llegué a América siguiendo la pista de Lagina. Ciertos informes aparentemente fiables la situaban en la isla de Nantucket y, como me interesaba llegar a dicha isla antes de que pudiera escaparse de nuevo, no esperé a tomar el transporte regular, sino que llegué a un acuerdo con el capitán Arthur Gordon Pym para que este me llevara como pasajero en su barco mercante.
El navío del capitán Pym abandonó el puerto de New Bedford una fría mañana otoñal y yo me retiré a mi camarote, pues, como todos los vampiros, me siento débil cuando la luz solar incide directamente sobre mí. Pero el barco había sido calafateado recientemente y en su interior se percibía un fuerte olor a brea, particularmente desagradable cuando se posee un olfato como el mío. Pensé que los pálidos rayos del sol otoñal no podrían molestarme tanto como ese olor y subí a cubierta.
Aún se distinguía a lo lejos el puerto de New Bedford, pero lo que más me llamó la atención fue un bote de remos que se dirigía rápidamente hacia el continente. Los marineros, ocupados en sus tareas, no se habían percatado, pero yo vi perfectamente que aquel bote pertenecía a nuestro barco (cuyo nombre llevaba escrito a popa) y que su único ocupante era nuestro segundo oficial. Entonces comprendí que había caído en una trampa, seguramente orquestada por la propia Lagina.
Ya no recuerdo si tuve tiempo de saltar o si fui arrojado al mar por la súbita explosión del barco. De haber permanecido en mi camarote, sin duda habría muerto junto con el capitán Pym y sus marineros, pues, aunque los vampiros somos difíciles de matar, puedes estar seguro de que en este mundo no existe ningún ser completamente inmortal, ni siquiera la propia Lagina.
Aunque estaba gravemente herido, conseguí agarrarme a un trozo de madera y las fuertes corrientes marinas me llevaron a un lugar de la costa, situado a cierta distancia de la ciudad. Cuando pude poner mis pies sobre tierra firme, mis heridas, unidas al cansancio y a la debilidad que me provocaba la luz solar, ya se habían comido casi todas mis fuerzas, así que no tardé en caer desmayado sobre la arena de una pequeña playa.
Quiso la suerte que mi cuerpo inconsciente fuera hallado por un hombre bueno. Aquel hombre no era otro que John Hunter, el abuelo al que nunca conociste.
Como me vio demasiado maltrecho para trasladarme a la ciudad, optó por llevarme a su granja, situada cerca del mar. En su juventud había sido cirujano militar, así que sabía cómo atenderme. En realidad, sus cuidados fueron bastante superfluos, pues al anochecer todas mis heridas se curaron rápidamente. Sin embargo, John no podía verlas, después de que él mismo las hubiera cubierto de vendajes, y yo me hice el enfermo para que no sospechara mi verdadera naturaleza.
Permanecí en la granja de los Hunter durante varios días, usando el nombre del difunto capitán Pym y disfrutando de la amistad que me prodigaron tanto John como su hermosa hija Mary. Esta había perdido a su madre siendo muy niña y, pese a no haber rebasado aún la adolescencia, ayudaba a su padre en todo lo que podía. Además, era muy buena y cariñosa con todo el mundo, especialmente conmigo. Tan contento me sentía a su lado que durante aquellos días inolvidables incluso me hizo olvidar a Lagina (cuyo rastro, de todas formas, yo ya había dado por perdido, pues evidentemente su presunta localización en Nantucket nunca había sido más que un señuelo).
No pretendo alargar esta relación hablándote de los sentimientos que me producía tu futura madre, aunque supongo que ya estarás en edad de imaginártelos. Cuando me cansé de fingir, le dije al señor Hunter que ya me sentía completamente recuperado, pero que no pensaba irme de su granja sin haberle mostrado mi gratitud. Como no tenía dinero, le ofrecí trabajar gratis para él durante algún tiempo. Mi anfitrión me dijo que no era necesario, pero terminó aceptando mi propuesta, pues se había torcido un tobillo trabajando en el campo y pronto habría que llevar algunas reses a la ciudad, donde los marineros necesitaban provisiones de carne.