Niña oscura
 
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Niña oscura

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admin
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Siempre he disfrutado las historias de amor incestuoso y del incesto mismo. Dirán que miento, y quizá sea verdad, no obstante que, en toda su violenta belleza, pude ver — aferrado a una ojiva de adobe, sobre un abismo—, cómo Amnón, fingiéndose enfermo, consiguió hacerse del cuerpo virgen de su hermana Tamar bajo el cielo azul de un mundo antiguo. Y antes y después también vi cosas parecidas.

¡Qué compleja hermosura! Quizá la más intrincada del amor. Bueno, no, porque siempre será superada por un padre o una madre que se enamora de su hijo o hija o viceversa. En fin, sé que es bien conocido el caso de aquella confidencia que transcribió un tal du Gard en la ciudad de Y. Pero yo la supe antes y de la boca del desdichado monstruo que resultó de esa insana pasión.

Por eso le reprocho al petulante transcriptor que haya casi omitido al más terrible personaje de la trama: la niña oscura Micaela Luzzati.

Llevaba yo algunos meses alimentándome de los enfermos del sanatorio Font-Romeu, cuando la vi entrar en una silla de ruedas, silenciosa y ceniza, como la condenada a muerte que era.

Cada noche, desde su arribo, yo irrumpí en su celda para alimentarme de la dulce sangre

—aunque infestada de tuberculosis—, de esa hermosa muchacha que tenía el rostro sedoso y transparente de una máscara mortuoria. Pero luego sucedió que puse atención a sus gimoteos febriles cuando comía en su cuello. Y me interesé por la historia fragmentada (¡ah, los fragmentos!) que esos balbuceos me contaban cada madrugada.

Entonces decidí escuchar a Micaela antes de ultimarle.

Era una niña suspicaz, quizá por su estado moribundo. Es probable que la muerte, o su inminencia, como dicen, dote de cierta penetrante y sabia luz antes de hundir al moribundo en la terrible oscuridad.

Mi gorda madre —dijo Micaela— es el más asqueroso ser que haya estado cerca de mí. ¿Ha conocido usted a mi tío Leandro?

¿El hombre que viene a visitarla cada mañana?

Leandro Barbazano, sí. Mi tío. Hermano menor de mi madre. Pues resulta que…también es mi padre.

Niña oscura

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Ah, eso explica el estado disminuido de su cuerpo y…

…y el sabor tan irregular de mi sangre ¿no es verdad? No soy del todo ajena a la hematofagia. Le he visto a usted desde hace noches acercar su fauce a mi cuello y me he sentido liberada por su hambre, tanto más amable que la terrible morbidez que me consume tan lento. Soy una cifra de actos contra natura, un algo que no debía existir en la civilidad, pero que contra la voluntad divina, existió.

Mi padre y mi madre me aborrecen. Aunque mi padre finja lágrimas piadosas cada que me mira. Mi madre ni siquiera me mira. Mi madre me traga con culpa en toda esa manteca que a diario engulle a escondidas. Yo debo morir para aclarar el mundo de ellos…ya…

Yo le ayudaré con ello, Micaela. Se lo prometo.

Concluya pronto con el bocado mordido que soy. Espero en otro lugar tener un mejor papel qué desempeñar. Dispense usted lo podrido de mi sangre, algo ha de significar, puesto que la sangre lo ha traído a usted aquí, y la sangre también me ha traído a mí a este punto.

En la hacinación de los dos hermanos, huérfanos de madre, y cuyo terrible padre los obligó a vivir casi uno encima del otro en una estrecha buhardilla, la primera sangre menstrual de la niña hizo nacer, primero el miedo, luego la curiosidad, y al final el deseo de su hermano menor.

Desde la menarca, cada mes él se estaba como un perro frente al charco, lamiendo por dos, tres días aquella sustancia viscosa y colorada. ¿Eso lo hace un hematófago? La sangre marcó el camino…

…la sangre es el camino, Micaela.

La sangre de mi madre atrajo la vehemencia de mi joven tío.

Su señora madre también es su tía…

Sí, también esa gorda infame es mi tía. Cuatro años amancebados en la buhardilla sin que nadie los descubriera. Sólo las obligaciones sociales los acechaban. Ella debía por compromiso contraer matrimonio. Mi abuelo le tenía deparado a un maduro contrahecho, aunque diligente con los dineros, de nombre Luzzati.

Sin poder eludir el casamiento, fue ella quien convenció al hermano de que debía preñarla como símbolo irreductible de eso que había entre ellos y que no se atrevían siquiera a llamarlo amor. Yo soy el tercer intento, pues hubo dos nonatos que abortó mi madre.

Mejor me hubiera valido seguir esa senda que por lo menos tiene un destino más piadoso: el purgatorio. Sin embargo, fui conjurada al mundo, y bajé o ascendí de quién sabe qué terribles regiones. Sé que los dos incestuosos desean mi muerte.

Sobre todo mi madre, que al ser regalada por mi abuelo al señor Luzzati, se entregó a los embarazos y a la gula como escape desesperado de su desgracia.

Sus otros ocho hijos, atroces, gordos, vulgares, tan Luzzatis, nada tienen que ver conmigo. Y el padre de ellos y mi madre y mi “tío”, lo saben.

Debe usted morir, Micaela…

Sabe, aunque no tuve tiempo de ser sentimental soy capaz de ternura. Antes quise hablar de esto pero nadie me creyó. No me explico por qué la gente todo aquello que no comprende o que percibe como una amenaza o como una afrenta lo califica de inverosímil. ¿Qué no es la vida un sartal de fragmentos inverosímiles? ¿Acaso no la vida misma es una verdad inverosímil? ¿Acaso la vida es verdad?

Venga, niña, que se ha cumplido su tiempo, descúbrase el cuello…

El día en que entendí que mi padre era mi padre, él quiso describirme la triste buhardilla donde mi abuelo los desterró a él y a mi madre: Amalia. Cuando recién murió mi abuela, los tres dormían en la misma cama, en un gran cuarto que ocupaba los altos del local donde mi abuelo tenía su librería. Padre, hija e hijo durmiendo en la misma cama.

Sobre libros. Quién sabe qué habría resultado de proseguir con esa conducta.

Pero mi abuelo contrató una sirvienta para que le ayudase con las tareas domésticas y sucedió lo que sucede con todos los padres incapaces de sobrellevar un hogar: la sirvienta pronto se convirtió en la nueva esposa y sobre el gran cuarto que estaba sobre la gran librería, mi abuelo mandó construir una pequeña buhardilla donde hacinó a los hijos que ya no tenían cabida en su cama.

Además de Leandro y Amalia, había dos cosas más en aquella estrechez:

El colchón donde la sangre fuera causa y mancilla; y un cuadro polvoriento, en el que dos amantes se entregaban en un profundo beso. Sin embargo —según mi padre—, lo mejor del cuadro no era la intensidad de los amantes fundidos en el beso, sino la arcada de un balcón sobre un abismo en el fondo del sitio donde los amantes se entregaban, y cuyos arcos y columnas, quizá barrocos, quizá moriscos, quizá corintios, o quizá más antiguos (tan antiguos como los dioses), dejaban jugar en sus capiteles y vanos a la luz y a las sombras, teniendo como fondo (del fondo) al cielo cerúleo y a las nubes blancas como blancas llagas de oleo místico. Y es que no pocas veces el fondo resulta más esotérico que lo narrado en primer plano…

…Venga ya, Micaela, que he entendido lo que usted me pedía desde su febrícula y acepto. Es usted tan ceniza, tan torcida, tan oscura, que he decidido obsequiarle esta hambre nuestra que seguro padecerá con menor escrúpulo…

Créditos; Juan de Dios Maya Avila

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